Un refugio para el alma

No es coincidencia que la naturaleza siempre esté presente en mis viajes y recorridos. Me encanta escuchar sus sonidos y percibir sus olores. No hay nada como el viento que mueve las hojas de los árboles, el canto de los pájaros, el sonido del agua que corre, el aroma de la hierba recién cortada y el dulce perfume que emanan las flores.

En particular, disfruto de las fincas de tierra fría porque me gustan mucho las montañas y su verdor, así como el olor de una chimenea encendida.

De niña, pasé muchas vacaciones en el campo gracias a los orígenes de mi familia paterna y materna. Por el lado de mi papá, conocí las tierras cafeteras de Caldas. Me bañé en muchos ríos de agua helada y piedras resbaladizas. Monté a caballo por horas, hasta quedar exhausta de tanto galopar.

Por el lado de mi mamá, conocí las tierras templadas del Valle, a donde van los caleños que buscan escapar del calor del verano. Allí, monté por horas en el columpio de la temporada, me subí a muchos árboles de guayaba y saboreé muchos champús preparados por mi abuela Ruth. Todos estos recuerdos los guardo en mi memoria y me generan mucha serenidad cuando los evoco.

Tal vez por eso ahora busco un refugio campestre, ahora que estoy dedicada a darle más equilibrio a mi vida. Para mí, una finca significa descanso, buen dormir, tiempo de ocio, reunir a la familia y compartir.

En el campo volvemos a valorar lo básico, lo sencillo, y recordamos que conectarnos con la naturaleza nos relaja y nos permite dejar atrás nuestras preocupaciones y el estrés.

No importa dónde vivas: cuando necesites oxigenarte y reconectarte con tu ser interior, busca la paz de la naturaleza. La encontrarás en un simple parque o en la inmensidad de una montaña.